2009/12/31

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Se llamaba Rebecca, le gustaba el amarrillo, caminar descalza sobre la yerba mojada, tenía unos 19 años con 7 meses, 3 semanas, cuatros días y par de horas (no hay que ser tan exacto). Contaba con unos 5’4” pies de alta, era estudiante promedio de su clase, aun así considerada de las mejores. Prácticamente nadie más que las personas necesaria conocían de su existencia, a otros simplemente no les interesaba. A esta niña en cuerpo adolescente le gustaba andar en vestido y pelo suelto. Lucio una larga melena pelirroja, poseía uno hechizantes ojos azules, ambas cosas características del padre. De la madre había heredado la voluptuosa figura y la firmeza de su rostro. Era una de esas personas de mirada inocente. Dueña de un semblante melancólico aunque alegre. El padre era un francés, un sacerdote excomulgado, despatriorizado, que amaba a su hija como a nadie en este mundo. Su madre, mujer de pueblo, de carácter fuerte y expresión áspera y dura, dominada solo por ese santo literato. Esta liga de colores y sabores, arrojo a una hermosa pequeña con candela en el pelo aun mundo de tamboras, baile, casabe, ron y pueblo. Porque es que este país es del pueblo aunque no se oiga.

Ese día, a eso de las 4 de la tarde luego de hacer sus tareas y bañarse, justo antes de comenzar a jugar, sonó el timbre de la casa azul donde vivía con su abuela y sus dos primitos, tenía unos 10 años viviendo con ellos, desde que sus padres se fueron con pasaje de solo ida disque a buscar mejor vida allá en el norte del continente. Rebecca fue a contestar, y hay le llego un paquete. A su nombre, con remitente al palacio sin realeza. La joven, que por su crianza tanto como por sus represiones era más una niña, había recibido de su excelentísimo un vestido amarillo de noche, este traía consigo una invitación a la fiesta anual realizada en el palacio para año nuevo. LA abuela la quiso ocultar, un alma tan bella, un cuerpecito tan frágil no puede ser tomado por semejante bestia. Nadie pudo ayudarlas. Rebecca se alisto, abrazo a los suyos, y como quien sabe que ya no hay porque razón mirar hacia detrás, se despidió.

Probablemente este sea el mejor decorado que esta joven haya podido ver en su vida, y tenía el “honor” de andar de brazos nada más que con el mismísimo mandatario del pueblo sin voz. Paso la noche, como quien sabe que era ya la última, pero sin arriesgar a nadie. Al llegar al aposento, donde debía aguardar a ser desflorada, respiro profundamente, y pensó en todo aquello con lo cual Dios la había bendecido. Entra la bestia, sin seducción, sin pasión, sin siquiera respeto, le penetras el cuerpo, los sentidos y el alma. La deja vacía. Dejo eso hermosos ojos sin brillo, y el cuerpo manchado de un rojo igual o más vivo que sus delicados rizos. No basta solo la humillación sino que se debe hacer sufrir y hacerse el sordo, envidiar, moverse por la falta de carácter. Por eso ella no es ya mas Rebecca, sino nadie, tal como lo son las demás.